martes, 6 de noviembre de 2012

El Babel (2) - Livingstone



Livingstone no era doctor, sólo sombrío. Durante su juventud había sido un chico aplicado, sensato y estudioso. Tras mucho sufrimiento y esfuerzo había conseguido entrar en la universidad con una beca para formarse como médico. Hijo de unos padres orgullosos y humildes, había dejado su pequeño pueblo natal y la empresa familiar para salvar vidas. Para salvar vidas y ganar dinero, claro.


La historia de Livingstone podría ser como tantas otras historias con moraleja, si te esfuerzas y trabajas duro puedes conseguir lo que deseas. Pero esta no es la historia de Livingstone. Livingstone no era doctor, sólo sombrío.

Cada vez que recordaba sus primeros meses en la universidad, Livingstone notaba como sus antepasados - hechos fantasmas de rostros pálidos - comenzaban a mordisquearle las entrañas. Cada vez que recordaba sus segundos meses en la universidad, crecía en Livingstone la necesidad imperiosa de comprar una pistola y volarse la tapa de los sesos. Por eso Livingstone no solía pensar mucho en el pasado.

Las veces en las que lo hacía, botella en mano y alcohol en vena, siempre recordaba el momento de su caída. Si alguien le hubiese preguntado, él le habría relatado el momento exacto en el que sentenció su destino. Lo recordaba perfectamente. Livingstone recordaba cada instante, cada color, cada sonido. El momento en que decidió comenzar a morir fue en el que escuchó su risa.

Como todos los estudiantes de Medicina de corazón inquieto y alma curiosa, Livingstone había ido al bar donde se decía que el fundador de la Universidad - médico también - había escrito su famoso manifiesto sobre anatomía patológica que ahora se veneraba como si de un libro sagrado se tratara. Toda una institución.

El día en el que por fin se había decidido a ir llovía. Tras salir de clase y despedirse de sus nuevos amigos con una mala excusa - Livingstone no sabía por qué pero quería ir solo al famoso local - emprendió el camino empedrado intentando no perderse. Cuando llegó, totalmente empapado, se detuvo ante la puerta. El día era gris y su gabardina estaba manchada. Sus manos, entre blancas y rojas por el frío, sujetaban con esfuerzo su maletín. Se sintió perdido, indigno. Había esperado tanto para entrar en aquel bar que ahora veía como todo su ser era un deshecho. Estuvo mucho tiempo frente al local pensando si debía entrar o no, sintiendo como su corazón se asustaba ante la posibilidad de que le denegasen el acceso por no ir con ropa adecuada. Estornudó. Livingstone dio media vuelta y comenzó a alejarse, cabizbajo.

Mientras miles de pensamientos taciturnos cruzaban su mente, sus pasos lo alejaban de su destino. Tan ensimismado estaba en su propia persona que no vio el charco que tenía en su camino, Livingstone lanzó una maldición.

Fue entonces cuando escuchó su risa clara, transparente. Fue entonces cuando todo comenzó a ir mal. Mientras la lluvia jugaban con su pelo y su ropa, Livingstone levantó la cabeza buscando al ángel dueño de aquella risa. Cuando descubrió sus labios rojos creyó que estaba muerto. Nada, ni en un millón de años, se podía comparar con lo que su corazón sintió cuando vio esos labios perfectamente pintados. Suspiró.

Un ángel de cabellos caobas y sonrisa infinita lo había rescatado de sus turbios pensamientos cuando su propia torpeza hizo estallar una risa de nieve y cristal. Ella se le había acercado y lo había cobijado bajo su paragüas. Qué bonita era. Si le hubiesen preguntando años después, con la batería de sinónimos que había comprado a través de sus años y sus decepciones, podría enumerar y adjetivar para peca y cada olor. Era como una mañana clara de invierno y un volcán de sensualidad. Era perfecta.

Livingstone, como hombre de ciencia que era, nunca había creído en nada que no pudiese ver y tocar, estudiar y comprender. Livingstone nunca había creído en nada... hasta que la conoció. Recordaba cada palabra y cada sonrisa, como traviesas gotas de lluvia jugaban con su bonito cabello y su abrigo entallado. Livingstone recordaba la delicadeza de su cuello, sus piernas y el tacto de sus guantes de lunares. Livingstone pensó que había muerto y resucitado. Livingstone estaba en lo cierto. Livingstone estaba equivocado.

En aquel momento de lluvia y amor no había muerto, tampoco había resucitado. En aquel momento de rojo y lavanda había comenzado a morir.

Livingstone se pregunta cada noche qué habría sucedido con su vida maldita si aquel día no hubiese dado media vuelta, si hubiese entrado en el bar nada más llegar. ¿La habría conocido? ¿Habría pactado con el demonio un destino de desesperanza y tristeza a cambio de sus labios? ¿Habría conocido la felicidad más extrema? ¿El dolor más profundo?


Si alguien le hubiese preguntado, él le habría relatado el momento exacto en el que sentenció su destino. Lo recordaba perfectamente. Pero ya nadie preguntaba nada a Livingstone y él no podía hacer otra cosa que seguir bebiendo para acallar a los demonios que susurraban su fracaso, su vida.


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