lunes, 5 de noviembre de 2012

El Babel (1) - Stanley



El bar era como todos los bares de aquella zona: mugriento, pequeño, oscuro y triste, pero se llamaba Babel. El bar estaba habitado - si es que los bares pueden sufrir semejante verbo - por los mismos personajes que habitaban los bares similares: borrachos pobres, borrachos feos y borrachos sucios, pero se llamaba Babel.

A Stanley, escritor en paro desde hacía años, le había parecido apropiado para sufrir su agonía. A él iba cada noche con un cuaderno viejo - cuyas hojas estaban ya amarillentas y, en ocasiones, sucias por los bordes -, el periódico del día y su tristeza infinita.

Stanley siempre empezaba con lo mismo, un café irlandés. Antes de independizarse y buscar las musas en las noches bohemias que ahora lo torturaban durante las mañanas, había sido un chico de bien, de los que madrugaban y siempre desayunaban café solo. Pese a que ahora ya ni era de bien ni madrugaba, conservaba el café en su vida.

Así pues, Stanley comenzaba su día mientras todos los demás comenzaban sus noches. Y lo hacía siempre con su mirada gris cargaba de tristeza y desesperanza. Y lo hacía siempre con un café irlandés y el periódico. Y lo hacía siempre solo. Stanley estaba solo.

Stanley había perdido familia, amigos y fortuna por amor y, después, había perdido el amor. Stanley había renunciado a todo por ella y ella se había ido con otro. Stanley había perdido el amor o, como él decía, se lo habían robado. Ahora simplemente se dejaba perder. Cada noche se dejaba perder y se encontraba con el alcohol y cada mañana se obligaba a encontrarse y se perdía con/en la resaca.

Por eso se recluía en aquel bar de nombre tentador. Para Stanley, su vida era una torre hecha de palabras. Para Stanley, todo era gris. El Babel, también gris, le parecía un buen lugar para ahogar sus penas... y sus palabras.

Muchas veces había pensado en el suicidio, algo normal como escritor torturado que era, pero nunca le había tentado lo suficiente. En sus reflexiones de alcohol y papel se decía a sí mismo que era un adicto al dolor. Había sufrido tan intensamente que ahora el dolor era parte de su vida y ya no imaginaba un mundo sin él. Y sin mundo, no hay dolor. Stanley ya no pensaba en el suicidio.

Stanley siempre empezaba con un café irlandés. Entraba en aquel lugar de tonos ocre tras dejar la fría y húmeda calle y dejaba el paraguas cerca de la puerta. Mientras se quitaba la raída gabardina - más sucia que limpia - y caminaba absorto en sus pensamientos, sin mirar siquiera al camarero, pedía la primera consumición de la noche.

Como cada noche que entraba en el Babel, temía que su sitio en la esquina, bajo una de las pocas lámparas que iluminaba el local, estuviese ocupado. Y como cada noche, suspiraba de alivio al verlo tan deshabitado como su alma.




(Continuará...?)

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